LECTURAS | Entre la ficción y la realidad, Ian McEwan presenta “Entre nubes”

28/10/2017 - 12:03 am

En estos siete episodios exquisitos, Peter Fortune, un hombre adulto, nos revela el secreto de las metamorfosis y las aventuras de su infancia. Ian McEwan, un miembro del dream team británico, hace una obra para todas las edades.

Ciudad de México, 28 de octubre (SinEmbargo).- Ian McEwan nos brinda una encantadora obra de ficción que se dirige por igual a niños, jóvenes y adultos. Peter es un niño de diez años a quien los adultos consideran problemático sólo porque vive inmerso en sus fantasías.

Entre la ficción y la realidad, Peter experimenta fantásticas transformaciones y nos traslada a fascinantes universos: intercambia el cuerpo del gato de la familia por el de un niño malhumorado, lucha contra una muñeca diabólica que busca venganza y descubre en un cajón una especie de crema facial que hace desaparecer a la gente. Y en la última historia se despierta como un niño encerrado en el cuerpo de un adulto y se embarca en la aventura de enamorarse.

Conmovedora, irreal y extraordinaria, esta novela es una celebración de la imaginación y la fantasía.

Un libro imaginario y divertido. Foto: Especial

Fragmento de Entre nubes, de Ian McEwan, con autorización de Anagrama

PETER FORTUNE

Cuando Peter Fortune tenía diez años, algunos adultos le decían a veces que era un niño “difícil”. Nunca comprendió lo que querían decir. Él no se consideraba en absoluto difícil. No estrellaba las botellas de leche contra el muro del jardín, ni se echaba salsa de tomate en la cabeza y fingía que sangraba, ni le golpeaba los tobillos a la abuela con la espada, aunque de vez en cuando se le ocurrieran esas ideas. A excepción de todas las verduras menos las patatas, el pescado, los huevos y el queso, comía de todo. No era más ruidoso, sucio o tonto que ninguna de las personas que conocía. Su nombre era fácil de pronunciar y deletrear. Su cara, pálida y pecosa, era bastante fácil de recordar. Iba a la escuela todos los días como los demás niños y nunca armó demasiado escándalo por eso. Con su hermana no era más insoportable de lo que ella lo era con él.

Nunca la policía llamó a la puerta con intención de detenerlo. Nunca unos médicos vestidos de blanco quisieron llevárselo al manicomio. En opinión de Peter, él era de lo más fácil. ¿Qué tenía de difícil?

Peter lo comprendió por fin cuando ya hacía años que era adulto. Creían que era difícil por lo callado que era. Eso parecía preocupar a la gente. El otro problema era que le gustaba estar solo. No siempre, claro. Ni siquiera todos los días. Pero la mayoría de los días le gustaba quedarse a solas durante una hora en algún sitio, en su habitación o en el parque. Le gustaba estar solo y pensar en sus cosas.

Ahora bien, a los adultos les gusta creer que saben lo que pasa por la cabeza de un niño de diez años. Y es imposible saber lo que alguien está pensando si esa persona no lo cuenta. La gente veía a Peter tumbado de espaldas alguna tarde de verano, mascando una brizna de hierba y mirando el cielo. “¡Peter, Peter! ¿En qué estás pensando?”, le gritaban. Y Peter se incorporaba sobresaltado. “Oh, en nada. En nada.” Los adultos sabían que algo ocurría en el interior de esa cabeza, pero no podían oírlo, ni verlo ni sentirlo. No podían decirle a Peter que parara porque no sabían lo que estaba haciendo. Habría podido estar incendiando la escuela, tirando a su hermana a los cocodrilos o huyendo en globo, pero lo único que veían era un niño mirando el cielo azul sin pestañear, un niño que no oía cuando lo llamaban por su nombre.

En cuanto a lo de estar solo, eso tampoco les gustaba demasiado a los adultos. Ni siquiera les gusta que otros adultos estén solos. Cuando te juntas con otros, la gente ve lo que estás haciendo. Estás haciendo lo que ellos están haciendo. Peter tenía ideas diferentes. Juntarse con los demás estaba muy bien, en su momento. Pero sin exagerar. En realidad, pensaba, si la gente dedicara menos tiempo a juntarse y a hacer que los demás se juntaran y dedicara un poco más de tiempo al día a recordar quiénes eran o quiénes podrían ser, el mundo sería un lugar mucho más feliz y quizá nunca habría guerras.

En la escuela, dejaba a menudo su cuerpo sentado en el pupitre mientras su mente se perdía en las nubes. Incluso en casa, tener la cabeza en las nubes lo metía a veces en líos. Una Navidad, el padre de Peter, Thomas Fortune, estaba colgando adornos en la sala. Era algo que odiaba. Siempre lo ponía de mal humor. Había decidido colocar serpentinas en un rincón. Pues bien, en ese rincón había un sillón y en el sillón, sin hacer nada en concreto, estaba Peter.

–No te muevas, Peter –dijo Thomas Fortune–. Voy a subirme al respaldo del sillón para colgar esto ahí arriba.

–Muy bien –dijo Peter–. Adelante.

Thomas Fortune se subió al sillón, y Peter siguió sumido en sus pensamientos. Parecía que no estuviera haciendo nada, pero en realidad estaba muy ocupado. Estaba inventando un divertido
sistema para bajar a toda prisa de una montaña utilizando una percha y un cable tensado entre dos pinos. Siguió pensando en ese problema mientras su padre permanecía de pie en lo alto del sillón, haciendo grandes esfuerzos y soltando bufidos en su intento de llegar hasta el techo. ¿Cómo podría uno deslizarse, se preguntó Peter, sin chocar contra el árbol en el que estaba amarrado el cable?

Fue quizá el aire de la montaña lo que le hizo recordar que tenía hambre. En la cocina había un paquete de galletas de chocolate sin abrir. Era una lástima seguir despreciándolas. Al levantarse, oyó un tremendo estrépito a su espalda. Peter se dio la vuelta a tiempo para ver a su padre cayendo de cabeza en el hueco que había entre el sillón y el rincón. Luego Thomas Fortune reapareció, de nuevo con la cabeza por delante y un aspecto de parecer dispuesto a cortar a Peter en trocitos. En el otro extremo de la habitación, la madre de Peter se tapó la boca con una mano para contener la risa.

–Oh, papá, lo siento –dijo Peter–. Me había olvidado de que estabas ahí.

Poco después de su décimo cumpleaños, se le encomendó la tarea de llevar al colegio a su hermana de siete años, Kate. Peter y Kate iban a la misma escuela. Estaba a un cuarto de hora andando o un corto trayecto en autobús. Hasta ese momento, habían acudido caminando con su padre, que los dejaba camino del trabajo; pero se consideró entonces que los niños eran ya lo bastante mayores como para ir solos en autobús y Peter sería el responsable.

La escuela estaba sólo a dos paradas de su casa, pero, por la forma en que sus padres no dejaban de hablar del tema, podría haberse pensado que Peter llevaba a Kate al polo norte. Se le daban instrucciones la víspera. Cuando se despertaba tenía que volver a oírlas. Luego sus padres las repetían de nuevo durante el desayuno. Cuando los niños estaban a punto de salir a la calle, su madre, Viola Fortune, repasaba las reglas por última vez. Todos deben de creer que soy tonto, pensaba Peter. A lo mejor lo soy. Tenía que llevar a Kate de la mano todo el rato. Tenían que sentarse en el piso de abajo del autobús, con Kate junto a la ventana. No tenían que entablar conversación con chiflados ni granujas. Peter tenía que decirle al conductor el nombre de su parada en voz alta, sin olvidar añadir “gracias”. Tenía que mantener la vista fija en el camino.

Peter le repetía otra vez todo esto a su madre y partía hacia la parada de autobús con su hermana. Iban cogidos de la mano todo el camino. En realidad, eso no le importaba porque lo cierto era que Kate le gustaba. Lo único que deseaba era que ninguno de sus amigos lo viera de la mano de una niña. El autobús llegaba. Subían y se sentaban en el piso de abajo. Era ridículo estar allí sentados con las manos cogidas y, además, había algunos niños del colegio, de modo que se soltaban. Peter se sentía orgulloso. Podía hacerse cargo de su hermana en cualquier lugar. Kate podía confiar en él. En el caso de que estuvieran solos en un desfiladero y se encontraran con una manada de lobos hambrientos, Peter sabría exactamente qué debería hacer. Con cuidado para no hacer ningún movimiento brusco, se iría moviendo con Kate hasta tocar con la espalda alguna gran roca. De ese modo, los lobos no podrían rodearlos.

A continuación, saca del bolsillo dos cosas importantes que no ha olvidado llevar consigo: la navaja y una caja de cerillas. Saca la navaja de la funda y la deja en la hierba, a punto por si los lobos atacan. Ya se acercan. Están tan hambrientos que babean, gruñen y aúllan. Kate llora, pero él no puede consolarla. Sabe que tiene que concentrarse en su plan. Justo a sus pies hay algunas hojas y ramitas secas. Rápida y hábilmente, Peter forma con ellas un pequeño montón. Los lobos se acercan poco a poco. No puede fallar. Sólo queda una cerilla en la caja. Pueden oler el aliento de los lobos: un terrible hedor a carne podrida. Peter se inclina, ahueca la mano y enciende la cerilla. Hay una ráfaga de viento, la llama parpadea, pero Peter logra mantenerla encendida cerca del montón, el fuego prende, primero una hoja, luego otra, luego el extremo de una ramita, y el pequeño montón no tarda en arder. Reúne más hojas, ramitas y palos más grandes. Kate ha comprendido la idea y lo ayuda. Los lobos retroceden. A los animales salvajes les aterroriza el fuego. Las llamas se elevan cada vez a mayor altura y el viento empuja el humo hacia sus babeantes fauces. Entonces Peter coge la navaja y…

¡Absurdo! Era perdiéndose en las nubes de esa manera como corría el riesgo de saltarse la parada. El autobús se había detenido. Los niños de su escuela ya estaban bajando. Peter se incorporó de golpe y logró saltar a la acera en el preciso instante en que el autobús se ponía de nuevo en marcha. Llevaba andados más de cincuenta metros por la calle cuando se dio cuenta de que había olvidado algo. ¿La cartera? ¡No! ¡Su hermana! La había salvado de los lobos y la había dejado allí sentada. Durante un instante no supo reaccionar. Se quedó contemplando cómo se alejaba el autobús.

–Vuelve –murmuró–. Vuelve.

Uno de los niños de su escuela se acercó y le dio un golpe en la espalda.

–Eh, ¿qué pasa? ¿Has visto un fantasma?

La voz de Peter pareció provenir de muy lejos.

–Oh, nada, nada. Me he dejado una cosa en el autobús.

Y echó a correr. El autobús estaba ya a unos cuatrocientos metros y empezaba a frenar para la siguiente parada. Peter aceleró. Iba tan deprisa que, si hubiera levantado los brazos, seguramente habría podido despegar. Entonces habría sobrevolado la copa de los árboles y… ¡Pero no! No iba a empezar de nuevo a perderse en las nubes. Iba a traer de vuelta a su hermana. En ese momento debía de estar gritando presa del terror.

Algunos pasajeros se habían bajado y el autobús volvía a alejarse. Peter estaba más cerca que antes. El autobús avanzaba lentamente detrás de un camión. Si lograba seguir corriendo y olvidarse del terrible dolor que sentía en las piernas y el pecho, lo alcanzaría. Cuando llegara a la altura de la parada, el autobús no estaría a más de cien metros. “Más deprisa, más deprisa”, se dijo. Estaba llegando a la parada, cuando alguien le gritó:

–¡Eh, Peter, Peter!

Peter no tuvo fuerzas para girar la cabeza.

–No puedo pararme –jadeó e intentó seguir corriendo.

–¡Peter! ¡Para! ¡Soy yo! ¡Kate!

Echándose las manos al pecho, se derrumbó a los pies de su hermana.

–Cuidado con esa caca de perro –dijo Kate con calma mientras contemplaba cómo su hermano luchaba por recobrar el aliento. Venga, vamos ya. Es mejor que volvamos o llegaremos tarde. Más vale que me des la mano para que no te metas en ningún lío.

Se dirigieron a la escuela juntos y Kate prometió muy amablemente –a cambio del dinero semanal de Peter– no decir nada de lo que había pasado cuando regresaran a casa.

El problema de tener la cabeza en las nubes y no ser muy locuaz es que los maestros, sobre todo los que no te conocen mucho, probablemente
piensen que eres bastante tonto. O, si no tonto, al menos aburrido. Nadie es capaz de ver las increíbles cosas que pasan por tu cabeza. Una maestra que viera a Peter mirando por la ventana o contemplando la hoja en blanco que tenía sobre el pupitre podía pensar que se aburría o que estaba atascado buscando una solución. Pero la verdad era muy diferente.

Por ejemplo, una mañana había un examen de matemáticas en la clase de Peter. Los niños tenían que sumar algunos números bastante altos en sólo veinte minutos. Casi nada más empezar la primera suma, en la que había que sumar tres millones quinientos mil doscientos noventa y cinco y otro número casi igual de alto, Peter se encontró pensando en el número más alto del mundo. Había leído la semana anterior algo sobre un número con el maravilloso nombre de gúgol. Un gúgol equivalía a diez multiplicado cien veces por diez. Un uno con cien ceros. E incluso había otra palabra mejor, una auténtica belleza: el gugolplex. Un gugolplex equivalía a diez multiplicado gúgol veces por diez. ¡Vaya número!

Peter dejó vagar su mente por ese fantástico tamaño. Los ceros se perseguían por el espacio como si fueran burbujas. Su padre le había dicho que los astrónomos calculaban que el número total de átomos de todos los millones de estrellas que podían ver con sus telescopios gigantes era de uno con noventa y ocho ceros. Todos los átomos del universo juntos no sumaban ni siquiera un solo gúgol. Y un gúgol era una insignificancia en comparación con un gugolplex. Si le pidieras a alguien un gúgol de caramelos de chocolate, no habría en el universo suficientes átomos para fabricarlos.

Peter apoyó la cabeza en una mano y suspiró. En ese preciso momento, la maestra dio una palmada. Habían pasado los veinte minutos. Lo único que Peter había hecho era escribir la primera cifra de la primera suma. Todos los demás habían acabado. La maestra había estado contemplando cómo Peter se quedaba mirando su página, no escribía nada y suspiraba.

Poco después lo pusieron con un grupo de niños con grandes dificultades para sumar incluso los números más bajos, como cuatro y seis. Peter no tardó en aburrirse y se le hizo aún más difícil prestar atención. Los maestros empezaron a pensar que era pésimo en matemáticas, incluso en ese grupo especial. ¿Qué iban a hacer con él

Por supuesto, los padres de Peter y su hermana Kate sabían que Peter no era tonto, vago ni aburrido y había maestros en la escuela que llegaron a darse cuenta de que en su cabeza pasaban todo tipo de cosas interesantes. Y el propio Peter aprendió, al hacerse mayor, que, puesto que la gente no sabe lo que te pasa por la cabeza, lo mejor que puede hacerse, si quieres que te comprendan, es decirlo. De modo que empezó a escribir algunas de las cosas que le pasaban cuando estaba
mirando por la ventana o tumbado en el suelo mirando el cielo. Cuando se hizo adulto se convirtió en inventor, escritor de cuentos y llevó una vida feliz. En este libro encontrarás algunas de las extrañas aventuras que sucedieron en la cabeza de Peter, escritas exactamente tal como sucedieron.

Ian McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948) se licenció en literatura inglesa en la Universidad de Sussex y es uno de los miembros más destacados de su muy brillante generación. En Anagrama se han publicado sus dos libros de relatos, Primer amor, últimos ritos (Premio Somerset Maugham) y Entre las sábanas, así como las novelas El placer del viajero, Niños en el tiempo (Premio Whitbread y Premio Fémina), El inocente, Los perros negros, En las nubes, Amor perdurable, Ámsterdam (Premio Booker), Expiación (que obtuvo, entre otros premios, el WH Smith Literary Award, el People’s Booker y el Commonwealth Eurasia), Sábado (Premio James Tait Black), Chesil Beach (National Book Award), Solar (Premio Wodehouse), Operación Dulce, La ley del menor y Cáscara de Nuez. McEwan fue también galardonado con el Premio Shakespeare.

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